Y se entretuvo arrojando dardos, para alejar su corazón de su corazón, porque el recuerdo del Amor es más fuerte que el Amor. Pero existían los dardos, y el whisky. Y algo más: Shelley tenía en sí una cierta soledad que acompaña, una soledad que no mata: una impecable soledad
Shelley Alvarez poseía dos pianos: un Pleyel y un Erhard. Viajaba, de preferencia en el transatlántico France. Shelley Alvarez no era dueño de nada. Ni si quiera de su soledad. Y mostraba con indiferencia el vacío de su vida; porque no era vacío, sino plenitud. Nunca intentó responder la pregunta, y su vanidad legendaria partía de saberse misterioso.